domingo, 8 de mayo de 2011

Los pañuelos de tela son mejores que los carilina

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No se sabe si hace frío o hace calor. Una señora se saca los anteojos y se seca las lágrimas con un pañuelo de tela -muy parecido al que yo uso a veces, que era de mi abuela, muy parecida a esa señora- en el asiento contiguo a la puerta del medio del colectivo 127, que me lleva a Almagro. La señora tiene puesto un saco de lana marrón, con dos tigres abrazándose en la espalda. Se baja en Chacarita. Puedo intuír que va al Cementerio, o tal vez no, yo que sé. Estoy malhumorada, llego tarde, comí poco, me llaman por teléfono y me preguntan cosas que no sé, ni quiero contestar. Tengo ganas de comer sushi. Es muy tarde, pienso, maldigo vivir lejos, tengo poca, poquísima batería en el celular y con el último llamado, tengo menos. Paso por lugares que me traen recuerdos. De pronto, siento olor a sushi, no a pescado, a sushi. Me odio por quedarme dormida, por no hacer todo lo que tendría que hacer, por no tener planes para esta noche y la noche siguiente, por no podes arreglarme las uñas, depilarme, peinarme un poco. No tengo anteojos, tengo unos con una sola pata que uso de entrecasa y una receta de nuevos que no tengo tiempo de llevar. Pero los ojos se me llenan de lágrimas en el 127 con destino a Almagro, busco, revuelvo en mi cartera, y me las seco, con el pañuelo que era de mi abuela.

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